01 Dic ¿Por qué usamos metáforas para explicar emociones?
A veces, cuando un niño atraviesa una emoción intensa, lo primero que se apaga no es la palabra: es la claridad. Su cuerpo se tensa, la mirada se pierde y su respiración cambia antes de que pueda pensar siquiera en decir algo. No está siendo evasivo ni está manipulando; simplemente, la emoción le llegó antes que el lenguaje.
En esos momentos, los adultos solemos insistir con preguntas: “¿qué pasó?”, “¿qué estás sintiendo?”, “dime algo para ayudarte”. Pero cada una de esas invitaciones, aunque bien intencionadas, puede tensarlo un poco más. No porque no quiera hablar, sino porque lo que ocurre dentro de él todavía no tiene forma verbal. Es un estado: mezcla de sensación, impulso, confusión y activación fisiológica.
Y cuando una experiencia interna no tiene forma, el lenguaje literal no logra atraparla. La palabra se queda corta. Allí, en ese espacio donde explicar es demasiado y callar es insuficiente, aparece la metáfora como un recurso profundo y delicado.
La metáfora como forma de ver lo que se siente
Una buena metáfora no “suaviza” lo que siente el niño: lo ilumina. Le pone un contorno a lo que le pasa.
Si le digo: “Tu mente se parece a un frasco con escarchas (brillantina) recién agitada.” no le estoy pidiendo que analice su emoción; le estoy dando una imagen que su cerebro sí puede entender. De pronto, esa sensación abrumadora que le recorría el cuerpo tiene una forma. Y lo más importante: tiene un movimiento. La brillantina baja. La intensidad también.
La metáfora convierte algo intangible en algo observable. No es un cuento, no es un truco: es una herramienta adaptada al desarrollo infantil, donde la comprensión visual y concreta está más disponible que el análisis interno.
Lo que ocurre en el cerebro infantil
La neurociencia lo explica con claridad: cuando la emoción aumenta, la amígdala se activa con rapidez, el cuerpo entra en un estado de alerta y la corteza prefrontal, encargada de reflexionar, planificar y regular la conducta, tarda un poco más en incorporarse.
En ese estado, un niño no puede razonar con facilidad, no porque no quiera hacerlo, sino porque su cerebro aún no tiene disponibles las funciones necesarias para lograrlo.
Las metáforas permiten intervenir sin exigir procesos cognitivos complejos. Funcionan como un modelo externo de lo que ocurre internamente: ayudan al niño a observar la emoción desde afuera, reduciendo la sensación de quedarse atrapado dentro de ella.
La investigación respalda este efecto. Estudios sobre regulación emocional muestran que el uso de imágenes disminuye la amenaza percibida y facilita que el sistema límbico reduzca su activación (LeDoux, 2012). La literatura sobre mindfulness infantil describe de forma consistente cómo la visualización contribuye a disminuir la intensidad fisiológica asociada a la emoción (Semple y Lee, 2011). En el enfoque ACT, las metáforas se consideran un recurso central para enseñar a los niños a observar su experiencia interna sin quedar fusionados con ella (Black, 2023).
Cómo la metáfora cambia el comportamiento en la vida real
Cuando un niño está desbordado, su cerebro no procesa instrucciones como “contrólate”, “respira” o “piensa mejor lo que estás haciendo”. Son comandos demasiado abstractos para un sistema nervioso que está en modo defensa. La emoción ocupa tanto espacio que no queda sitio para el pensamiento.
Pero si el adulto dice “Parece que tu nieve interna está revuelta. Vamos a esperar juntos a que se asiente.” el cuerpo del niño responde de otro modo. La respiración se afloja, los hombros bajan, el gesto cambia. No porque entienda la metáfora desde la lógica, sino porque la imagen le permite mirar la emoción sin sentirse atrapado dentro de ella.
La metáfora no solo ordena; también desactiva. Le muestra al niño que lo que siente tiene forma, que esa forma cambia con el tiempo y que regularse no es algo que se logra de inmediato, sino un proceso que se acompaña. Este tipo de comprensión reduce la culpa y la vergüenza por “no poder calmarse rápido” y fortalece la tolerancia al malestar, una habilidad clave para la salud mental durante la infancia y la adolescencia.
Por qué las metáforas son esenciales en el desarrollo emocional
Los niños entienden mejor aquello que pueden ver. Por eso, objetos simples como una botella de glitter, un volcán de papel, un semáforo o un globo funcionan como anclas concretas para emociones que aún no saben describir. Son organizadores externos: herramientas que trasladan lo interno a un lugar seguro, visible y manejable.
Decir “veamos cómo baja la brillantina” tiene un impacto que ninguna explicación larga puede lograr. Invita a observar en vez de defenderse. A entender en vez de controlar. A acompañar en vez de presionar.
Las metáforas no son adornos ni formas de simplificar la emoción infantil. Son herramientas neuropsicológicas que se ajustan al ritmo real del desarrollo: imágenes que ayudan al niño a regularse antes de contar, comprender antes de explicar y calmarse antes de razonar.
Un mapa interno cuando las palabras no alcanzan
En momentos de intensidad emocional, lo que más necesita un niño no es una instrucción, sino un mapa. Las metáforas cumplen ese papel: ofrecen un camino para mirar lo que ocurre por dentro sin miedo, sin confusión y sin la sensación de estar fallando.
Cuando lo invisible adquiere forma, la regulación deja de ser un misterio y se convierte en una posibilidad real. Y muchas veces, esa posibilidad empieza con algo tan sencillo y tan potente como una imagen que el niño puede ver, recordar y sostener.
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Dimas E. Villarreal P.
⚡️Psicólogo Clínico de niños y adolescentes/ Terapeuta
🖍Psicopedagogo
🤖Terapia de Juego
#HoyfuialPsicologo


