06 Dic Las emociones tienen curvas de activación
Hay momentos en los que un niño pasa de la calma al llanto en segundos. O se enfurece por algo que parecía mínimo. O el miedo lo toma por sorpresa, como si una ola se levantara de la nada.
Desde afuera, todo ocurre demasiado rápido. Desde adentro, no es un impulso descontrolado: es una curva de activación emocional que sube, se intensifica y, solo después, comienza a bajar.
Las emociones no nacen en su punto más alto.
Empiezan como un leve movimiento interno, un aviso del cuerpo que a veces nadie alcanza a notar. Luego ascienden. Y ese ascenso, en la infancia, suele ser más veloz y más intenso de lo que su sistema nervioso puede manejar por cuenta propia.
Cuando el cuerpo empieza a hablar
Un niño no dice “me estoy desregulando”. Lo muestra:
- Una respiración más corta.
- Un ceño que se aprieta.
- Una mirada que se pierde o se fija demasiado.
- Una inquietud repentina en manos y piernas.
Son señales tempranas de que la curva está subiendo. El cuerpo lo sabe antes que las palabras. Pero muchos adultos interpretan esos cambios como falta de límites, desinterés o mala actitud.
En realidad, es biología: el sistema emocional se está activando y el niño no cuenta todavía con todos los frenos que tendría un cerebro adulto.
Lo que la neurociencia ya sabe
La investigación es clara: los niños sienten más rápido, más fuerte y durante más tiempo que los adultos. Su cerebro emocional responde con intensidad porque las estructuras que regulan esa activación —especialmente la corteza prefrontal— son de las últimas en madurar, extendiéndose hasta la adultez temprana (Arain et al., 2013; Konrad et al., 2013).
Por eso, su sistema nervioso tarda más en volver a la calma. La conexión entre la amígdala (que dispara la emoción) y la corteza prefrontal (que ayuda a modularla) todavía es inestable en la infancia y la preadolescencia, lo que se traduce en reactividad elevada y menos capacidad de control voluntario (Paulus et al., 2021; Mitchell et al., 2021).
Además, las funciones ejecutivas que sostienen la autorregulación —como inhibición, flexibilidad cognitiva y control de impulsos— siguen en pleno desarrollo durante la infancia y la adolescencia. Esto ha sido descrito ampliamente en modelos de control cognitivo que muestran cómo la maduración de la corteza prefrontal es un proceso progresivo y prolongado (Casey, et al., 2002; Zelazo & Carlson, 2020).
Por eso, su capacidad de “frenar” una emoción depende más del entorno que de sus propios recursos internos. Un entorno calmado regula; un entorno caótico desregula. La neurociencia lo describe como co-regulación: el cerebro infantil necesita un adulto que preste estabilidad mientras sus sistemas internos aún se desarrollan (Feldman, 2017).
En este sentido, regular una emoción no es obediencia ni voluntad.
Es maduración, práctica constante y, sobre todo, presencia adulta que acompaña mientras el cerebro termina de crecer.
Cuando la curva baja
Así como la emoción sube, también baja (la ventana donde aparece el aprendizaje). Y en ese descenso ocurre algo importante: la ventana de regulación.
En ese momento, el niño:
- recupera acceso a su lenguaje,
- vuelve a escuchar,
- puede conectar,
- y puede comprender lo que pasó.
Aquí es donde se construye el aprendizaje emocional: no en el pico, sino después.
Muchos adultos quieren “corregir” cuando la emoción está en su punto más alto.
Pero es físicamente imposible.
El sistema nervioso no está disponible. El verdadero trabajo ocurre cuando la activación se reduce.
¿Qué pueden hacer los padres cuando la curva se está activando?
No podemos evitar que la curva suba. Pero sí podemos ayudar a que no llegue tan alto, o a que baje más rápido.
Aquí algunas formas sencillas (y basadas en evidencia) de acompañar:
1. Nombrar la emoción sin juicio
“Veo que la frustración está subiendo.” Nombrar calma al sistema. Juzgar la intensifica.
2. Reducir estímulos
Menos ruido, menos preguntas, menos explicación. La regulación empieza desde afuera.
3. Usar el cuerpo para regular
Respirar juntos, caminar unos pasos, tomar agua. El cuerpo baja antes que la mente.
4. Hacer pausas breves
Un minuto de silencio guiado puede cambiar toda la curva.
5. Mantener presencia
No es “dejarlo solo para que se calme”. Es estar cerca, disponible, sin presionar.
La emoción no es un enemigo, es una curva
Cuando entendemos las emociones como curvas de activación, todo cambia:
- Dejamos de exigir a los niños que “se controlen” en el momento más difícil.
- Acompañamos con más empatía.
- Intervenimos cuando sí es posible intervenir.
- Vemos la conducta no como un problema, sino como un mensaje.
Las emociones van a subir. Los niños van a desbordarse a veces.
Eso no significa que estén mal ni que los padres estén fallando. Significa que están aprendiendo a navegar su propia curva emocional… y que necesitan adultos que puedan sostener el proceso con calma, claridad y humanidad.
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Dimas E. Villarreal P.
⚡️Psicólogo Clínico de niños y adolescentes/ Terapeuta
🖍Psicopedagogo
🤖Terapia de Juego
#HoyfuialPsicologo


